Don Jesús Higueras Fernández

Al atardecer del jueves 7 de febrero, don Jesús sintió un fuerte dolor en el pecho. Ingresó de urgencias en el hospital y, días después, el viernes 29 de febrero pasaba al Padre. Tenía 90 años.

Nació en 1917. A los 12 años, entra en el Seminario Diocesano de Madrid. La persecución religiosa interrumpió su formación sacerdotal, pero finalmente acabó sus estudios y fue ordenado sacerdote el 6 de junio de 1943. Después de haber desempeñado los cargos de coadjutor, párroco, arcipreste y vicario episcopal; capellán de religiosas, consiliario de la A. C., consiliario de la JOC y consiliario de la Junta Diocesana de A. C., Monseñor Jesús Higueras Fernández fue párroco de La Paloma desde 1963 hasta 2008.

Presumía de madrileño: “Nacido en Lavapiés, criado en Chamberí, seminarista en Las Vistillas, Párroco del Buen Consejo y, por último —desde el 4 de mayo de 1963—, Párroco de la Virgen de la Paloma… ¿Hay algún otro más castizo?”

 Se preguntaba: “¿Cómo llegar a quienes no tienen fe o a quienes la han perdido? ¿Cómo pasar de una pastoral de conservación a otra de evangelización?”. Entonces acogió el Camino Neocatecumenal, convirtiendo a su Parroquia en una “Comunidad de Comunidades”.

Había entregado su vida para que muchos jóvenes desorientados, matrimonios destruidos, drogadictos, alcohólicos, delincuentes… encontrasen a Dios, el Camino, la Verdad y la Vida.

Todo el que lo ha tratado atesora su recuerdo personal de don Jesús. A nadie le dejaba indiferente. Acogidos, escuchados, ayudados; con una palabra de consuelo, de amparo, de esperanza. Queriéndonos, siempre, como éramos y estábamos.

Sincero y humilde: “Doy gracias a Dios por el perdón de tantos pecados como he cometido y sigo cometiendo. Pido perdón a todos aquellos a quienes haya podido ofender, escandalizar o dar mal ejemplo. Perdono de todo corazón a quienes puedan creer que en algo me hayan ofendido. Pido, sobre todo, perdón a todas las almas que el Señor me ha confiado, por no haber sido santo para bien suyo.”

Tomás García, noche del 26

Doy gracias a Dios por haberme permitido cuidar un poco a D. Jesús. Las horas que estuve a su lado fueron para mí una gracia, un privilegio. No tuvimos oportunidad de hablar. No importa. Él sabía que era yo. Nos conocíamos. Fueron horas muy largas. “Tengo sed, tengo sed”, eran sus únicas palabras, repetidas constantemente.  Pude secarle el sudor, refrescarle la boca con gotas de agua, humedecer un poco sus labios con gasas empapadas… Ese era todo el alivio que podía darle, porque no podía beber.

Le acompañé también con mi oración. Rezando un poco por nuestro párroco, nuestro querido párroco. Un rosario tras otro, desgranando avemarías a la Virgen de la Paloma. Yo era consciente de que el Señor me permitía estar junto a un sacerdote que había acompañado la vida de fe de mi matrimonio. Desde el día que nos casó, pasando por el bautismo a nuestros hijos, su don de consejo nos acompañó siempre. Bendito sea Dios que puso a nuestro lado, caminando con nosotros, a D. Jesús sacerdote cercano y santo.

Ángel del Palacio

Como médico y feligrés, visité a don Jesús la mayor parte de los 21 días que pasó en el hospital. Recuerdo ahora que durante todos los años que lo he tratado me aconsejó siempre bien. Sus consejos fueron para mí útiles, santos y muy eficaces, y yo le estaba profundamente agradecido.

Él no quería ignorar su muerte, todo lo contrario: “En primer lugar, le pido al Señor que me dé tiempo para reconocer que me estoy muriendo”. Y añadía con su sentido del humor que nunca perdió: “Y en segundo lugar…para hacer un buen chiste”.

Cada día que hablábamos en el hospital me preguntaba por la evolución de su enfermedad y me decía: “Ya estoy preparado, que venga pronto el Señor”.

Otra cosa me llamaba la atención de él: todos los días daba gracias a Dios en medio de su enfermedad por la familia que le había dado: por sus hermanas y sobrinos, por los que iban a ayudarle en esos momentos, por sus coadjutores, feligreses…

Gustavo Díaz, la mañana del 29

Yo he querido a D. Jesús como a un padre. Desde que ingresó el día 8 estuve todos los días, mañana y tarde, junto con sus hermanas en el hospital. No perdía el sentido del humor. Ni la bondad. Ni la fe. Algunos días le escuché susurrar: “¡Sufrir, amar y morir sufriendo! ¡Que se haga tu voluntad, Señor!”

A la 1,30 h. D. Jesús levantaba la mano izquierda y la dejaba caer, como buscando algo sobre la cama; intuí que quería su crucifijo y, al dárselo, lo apretó muy fuerte. Y mi mano, también, la apretó fuerte…  (D. Jesús había dejado escrito en sus últimas voluntades: “Ruego ser enterrado sosteniendo en mis manos el crucifijo, bajo cuyo peso quiero que se disuelva mi pobre cuerpo”).

 A la 1,45 h. abrió los ojos como no le había visto nunca antes y dijo: “Señor, ¿cuándo me voy a morir?”. Yo no tengo la menor duda de que mantenía un diálogo con Jesucristo. Él hacía una pregunta, esperaba una respuesta… y la recibía…, como una conversación. Y volvía a responderle: “¡Pues… cuando tú quieras! ¡Ya estoy preparado!”

A la 1,50 h. agarró el crucifijo y me miró —como en una despedida— como si me quisiera decir algo así como: “Chaval, me voy. No te has convertido” Porque su preocupación era que yo me convirtiera, que amara a todos.

 A la 1,55 h.  pidió que le dieran la absolución (Y así se hizo: se la dio el Cardenal Rouco). Yo, entretanto, le echaba gotitas de agua en la boca. Hasta que dijo claramente: ¡Dios mío, ya estoy! ¡Cuando tú quieras!”

A las 2,10 h.  dijo, con la voz ronca: “¡Es la última hora!”

Empezó a respirar mal, con estertores. Yo lo veía como un niño desvalido. Por último, inspiró algo más fuerte, elevando un poco la cabeza… y espiró todo el aire como en un suspiro profundo de descanso, al tiempo que cerraba los ojos y se quedaba callado, inmóvil. Eran las 3,10 h.  de la tarde. Yo sólo podía decir: “Se nos ha ido, se nos ha ido”.

María Victoria

Jesús era un párroco excepcional. Entregado, con mucha ilusión. Se desvivía por la gente. Ayudó a muchos a salir de la droga, en sus problemas económicos… Atendía a matrimonios, solteros, viudos, inmigrantes, sacerdotes. Si las paredes hablaran, contarían milagros de este santo. Sufría en silencio por muchas cosas, especialmente por la santidad de los sacerdotes. Los llevaba en su alma. Hizo lo indecible por ayudarlos a no abandonar su vocación. Nunca le oí un chismorreo de nadie, ni de nada. La primavera pasada le dije: “Ya sabe que yo me quiero jubilar… pero seguiré hasta que usted se jubile”. Casi a punto de llorar de alegría, me dijo: ¡Qué peso me has quitado de encima!. Era lo menos que yo podía hacer por este presbítero santo que tanto me había ayudado.